En los orígenes de la Iglesia auriense
Hacia finales del siglo I d.c., mientras en la capital del imperio romano se remataba la construcción del anfiteatro Flavio, más conocido como el Coliseo, en el extremo noroccidental de la Hispania romana se concluía la construcción de una calzada romana, la llamada Via Nova o XVIII en el Itinerario de Antonino, que unía las ciudades de Bracara Augusta (Braga) y de Asturica Augusta (Astorga), atravesando en diagonal (del sudoeste al noreste) la actual provincia de Ourense. Con el paso de los años, no es osado afirmar que esa vía no sólo facilitó el paso de tropas y mercancías, sino también la llegada a nuestras tierras de la fe cristiana que, como en el resto de las provincias de Roma, se expandió a través de la magnífica red viaria terrestre y marítima que entrelazaba todos los rincones del Imperio.
Entre el anonimato y el silencio: romanización y cristianismo
El problema de los orígenes de la cristianización es común a toda la península hispánica. Son muchos los enigmas que es necesario descifrar para llegar a saber en qué condiciones fue penetrando la notitia del cristianismo y en qué momento y con qué apoyos se fue estableciendo en Hispania, hasta el punto de poder hablar de un arraigamiento de la vida cristiana en la sociedad y del tiempo en que ésta pueda ser definida como cristiana. Unos vestigios arqueológicos de compleja y, a veces, ambigua interpretación, y la escasez documental, causada por la fragilidad del soporte y por los diversos “atentados” contra el patrimonio artístico y religioso, nos han privado de mucha y valiosa información acerca de los orígenes y primeros pasos de nuestra Iglesia auriense.
Lo más seguro que podemos afirmar de los mismos inicios sea el anonimato de los primeros cristianos y el silencio de las fuentes históricas sobre los acontecimientos que marcaron los comienzos. La historia no ofrece demasiados datos para explicitar los orígenes del cristianismo en las tierras peninsulares, pero su presencia se puede considerar totalmente asegurada para el siglo II, al menos en las provincias más romanizadas como la Bética y la Tarraconense. Se trata de comunidades cristianas de las que nada sabemos sobre su procedencia, su localización, su importancia o su número. La implantación del cristianismo es más intensa en esos lugares porque ahí se inició y consolidó el proceso de romanización.
Una cuestión muy debatida ha sido el posible origen del cristianismo hispano desde el África romana, en base a la conocida carta 67 de san Cipriano de Cartago a las comunidades de León, Astorga y Mérida, con motivo de la apostasía de los obispos Basílides y Marcial durante la persecución de Decio (249-251). Pero no debe confundirse la influencia con el origen. En todo caso, hablar de un origen único sería tener una visión limitada del complejo proceso de aparición y difusión del cristianismo por la Hispania antigua, y por ende, por las tierras del noroeste peninsular. No existe un origen sino varios en un proceso histórico que no es lineal ni uniforme.
El cristianismo llegó a las tierras de la Gallaecia romana, y por tanto de Ourense, de la misma forma que lo hizo en el resto del Imperio Romano: por los caminos del comercio y de la milicia. Pequeños comerciantes, miembros de la administración civil y militar, o artesanos ambulante fueron, desde el anonimato, los que extendieron la noticia del Evangelio a través de las arterias de comunicación que recorrían las provincias del Imperio. También a nuestra península, y por ende a las tierras galaicas, llegaron tales posibles portadores del cristianismo procedentes de Siria, Egipto, Roma, del norte de Italia, del sur de las Galias o del norte de África. Estos son los orígenes del cristianismo hispano. Y, mejor que del cristianismo hispano, de las primeras comunidades cristianas que fueron surgiendo en nuestra Península.
En el caso de nuestra diócesis ourensana, la mencionada Via Nova de Braga a Astorga, se convirtió en cauce de romanización e introducción del cristianismo a lo largo de su recorrido, jalonado por once mansiones (mansio) o paradas de postas y hospedaje entre ambas ciudades. Entre el personal grecorromano de la administración comercial, política y militar, presente en núcleos como Braga y Astorga, o entre los que, procedentes de la Bética o la Tarraconense, usaban esta importante vía terrestre del noroeste hispano, seguramente había ya cristianos que fueron el germen de la futura Iglesia auriense.
Conviene recalcar que esta posible y temprana presencia del cristianismo en nuestros tierras hacia finales del siglo II quedaría circunscripta a los mismos colectivos de donde procedía (comerciantes, funcionarios, militares), dado el escaso número de ciudades en el noroeste hispano del tiempo, donde predominaba una población indígena con su lengua y sus ritos cultuales, en un mundo rural disperso ajeno al proceso de romanización. Por su presencia testimonial, estos primeros cristianos de la Gallaecia no son el comienzo estricto de un proceso cristianizador que sólo cabe poder establecer a partir del siglo IV. La diversidad de grupos y de vías de penetración del cristianismo en estos primeros momentos nos habla de un fenómeno de carácter irregular, asistemático, regido por la espontaneidad, más que por unas pautas de difusión organizada.
Por ello es importante diferenciar entre la introducción del cristianismo y la cristianización propiamente dicha. Cuando hablamos de introducción nos referimos a un proceso coyuntural e irregular que se caracteriza, no por comunidades expansivas y relevantes a nivel local, sino por grupos formados casi exclusivamente por elementos extranjeros. La antigüedad de esta primera presencia cristiana es una incógnita, aunque las condiciones para la introducción de los primeros cristianos debieron darse desde época relativamente temprana, no más allá de finales del siglo II: se trataría de pequeños grupos de creyentes en algunas de las ciudades de la Gallaecia. Por otro lado, el término cristianización se refiere, más bien, a un proceso sistemático de expansión creciente en la sociedad. Este desarrollo tiene lugar en Gallaecia a partir del siglo IV, etapa en la que se constatan indicios de una incipiente difusión en el mundo rural.
Los cimientos del siglo III
Durante el siglo III, el Imperio romano conoció profundas y progresivas transformaciones en lo político, lo económico, lo ideológico y lo religioso. En el noroeste hispano, si consideramos que la incidencia de estas transformaciones es directamente proporcional al grado de romanización, habrá que pensar en un influjo atenuado, teniendo en cuenta además que en el territorio galaico sería diferente de una zona a otra.
En lo que afecta a nuestra tierra, el cambio más significativo fue la decadencia progresiva del asentamiento castreño en favor de las villae romanas convertidas en centros rurales. Los perfiles de la población indígena comienzan a desdibujarse en beneficio de una mayor presencia de la cultura y el mundo romano, que redundará en una profundización de la romanización y en unos contactos culturales más estrechos.
La antes mencionada carta 67 de san Cipriano al presbítero Félix y a los fieles de León y Astorga, a Elio diácono y al pueblo de Mérida, no permite extraer conclusiones sobre la implantación del cristianismo a mediados del siglo III en la Gallaecia, aparte de León-Astorga, aunque se podría pensar en la existencia de comunidades cristianas incipientes en medio de la predominante religión romana.
Otro documento significativo de este momento son las actas del concilio de Elvira (Iliberris), el primer concilio hispano, celebrado a comienzos del siglo IV (c. 300-302), porque puede ser el punto de llegada de procesos y acontecimientos sucedidos en la segunda mitad del siglo III. En él está presente Decencio, obispo de León (Decentius episcopus legionensis), único asistente de la Gallaecia, frente a los, por ejemplo, siete obispos (acompañados de dieciséis presbíteros) procedentes de la Bética, entre un total de 37 comunidades cristianas representadas (la mayoría del sur de Hispania). Es la muestra de la desigual cristianización de la Hispania romana. El cristianismo del noroeste hispano está representado sólo por el obispo de una de las más antiguas sedes peninsulares, lo que tal vez nos revela un desigual nivel de la presencia cristiana en toda la zona, incluidas, por supuesto, las tierras ourensanas. La posibilidad de que existan otras comunidades importantes en la Gallaecia, suficientemente maduras y con un episcopos al frente, parece mínima. No sería descartable que centros urbanos importantes como Braga (Bracara) o Lugo (Lucus) reuniesen, a lo largo de la segunda mitad del siglo III, las condiciones para el desarrollo de grupos cristianos embrionarios que se irían consolidando hasta lograr la sede episcopal en el siglo siguiente. El noroeste hispano se podría caracterizar en este momento como una región de incipiente y no consolidada cristianización.
Durante el siglo III se puede hablar de una progresiva introducción y extensión del cristianismo en el suelo peninsular en relación directa al proceso de romanización, en un contexto que ideológica y religiosamente es mayoritariamente romano. La alusión en algunos de los 81 cánones del concilio de Elvira a los cristianos que todavía participan en sacrificios y celebraciones paganas es un claro exponente de lo dicho; pero, al mismo tiempo, el concilio muestra el dinamismo y consolidación de unas comunidades que desean manifestar y explicitar su identidad cristiana ante el ambiente circundante.
La consolidación del siglo IV
El siglo IV constituye una de las centurias que mayor grado de transformación provoca en el cristianismo antiguo: comienza con la dura persecución de Diocleciano, continúa con la tolerancia constantiniana y concluye con la declaración del cristianismo como única religión legítima del Imperio en el 381 por parte del emperador Teodosio (edicto de Tesalónica o Cunctos Populos). La religión tradicional romana se ve reducida a un espacio marginal, mientras el cristianismo adquiere carácter mayoritario, contando con el apoyo y la injerencia del poder imperial en la aplicación de las resoluciones doctrinales y de las disposiciones disciplinares. ¿En qué medida afectó a la periférica Gallaecia esta coyuntura general del Imperio? El cambio político más significativo es la conversión de la Gallaecia en provincia romana a raíz de la reforma de Diocleciano que, a finales del siglo III, divide la Hispania Citerior (Cartaginense, Tarraconense, Gallaecia). Esto la sitúa en el mismo nivel que la Bética o la Lusitania. Integrada por los conventus Lucensis, Bracarensis y Asturicensis, la dives Bracara (Braga) se convierte en su capital en perjuicio de Astorga.
En el primer tercio del siglo IV la Iglesia galaica (y ourensana) es aún incipiente en su implantación y extensión. Aún existe una mayoritaria población rural de credo pagano, impermeable a los nuevos postulados religiosos de la fe cristiana y reacia, por tanto, a los cambios, a pesar de la progresiva implantación de una “legislación antipagana” (contra la magia y la adivinación) de aplicación desigual por parte de los gobernadores provinciales y de escasa repercusión en la vida privada de las personas, las cuales debían gozar de amplio margen para profesar el culto que creyesen conveniente. Los precarios medios de la naciente Iglesia galaica, la insuficiente formación del clero (tal como recogen los cánones del concilio de Elvira) y la misma resistencia de la población, tanto de la autóctona como de la de origen romano, a abandonar sus creencias y prácticas religiosas, determinan un lento proceso de penetración del cristianismo.
Si a finales del siglo VI existían veladas y explícitas pervivencias de las prácticas paganas en los ambientes cristianos, tal como recoge san Martín de Braga en su De correctione rusticorum y los cánones 71 y 75 del II concilio de Braga, es lógico suponer que en el siglo IV, tal como nos revelan los tratados priscilianistas, e incluso en el siglo V, la religiosidad pagana de una población indígena insuficientemente romanizada aún debía mostrar cierta vitalidad en expresiones supersticiosas y mágicas.
Durante el Bajo Imperio la sociedad galaicorromana es mayoritariamente rural: las clases poderosas y dirigentes se instalan en el campo, en las villae o villas, donde adoptan el modo de vida romano; los castella o castros, nunca abandonados del todo durante el siglo III, son ahora reocupados (romanizados) hasta el siglo V en que la población se verá amenazada por la invasión sueva. Ello no significa que se pueda hablar propiamente de una decadencia del mundo urbano, sino más bien de una transformación en sus funciones. Este proceso de ruralización de la economía y de la sociedad hace llegar a los ambientes campesinos los aportes romanos en variedad de campos, como la organización económica, la cultura material y muy posiblemente también la religión. En esta coyuntura tendrían sentido que se diesen fenómenos de sincretismo entre ambas estructuras religiosas, fruto de estos contactos más intensos.
Los datos históricos disponibles no atribuyen un importante nivel de difusión al cristianismo en el medio rural: evangelización esporádica y minoritaria, centrada tal vez en las élites terratenientes, más romanizadas y permeables a asumir la fe cristiana y que, desde su primacía y liderazgo social, podrían crear un efecto de seguimiento en las clases populares dependientes de ellos en un proceso de baja intensidad. El complejo de santa María de Temes (Carballedo, Lugo), el posible oratorio paleocristiano de Ouvigo (Os Blancos, Ourense), la cristianización de templos paganos como el ninfeo de santa Eulalia de Bóveda (Lugo) o el complejo de santa Mariña de Augas Santas (Ourense) son contados y excepcionales testimonios que permiten hablar de una precaria cristianización del mundo rural, frente a la ciudad que, a pesar de un cierto declive, aún ocupa un lugar de referencia para los grupos cristianos, pues sobre ella desarrollan su acción evangelizadora y establecen la organización eclesial fundamentalmente. Nos faltan pruebas más intensas y extensas de cristianización en el espacio rural alejado de las principales y pocas ciudades, reducidas a las capitales conventuales (Braga, Lugo y Astorga) o algún núcleo importante como Aquae Flaviae (Chaves). Esta escasa presencia evangelizadora en el incipiente mundo rural permitirá la vigencia de las prácticas supersticiosas y mágicas o una cristianización muy ambigua. Todo parece indicar que la cristianización del campo fue un proceso asistemático y de resultados muy Modestos hasta el último cuarto del siglo IV, en que se produce un impulso “cristianizador” provocado por la difusión del priscilianismo, que fomentará el culto a los mártires, la preocupación moral y los acentos ascéticos en la vivencia religiosa.
A pesar de la débil configuración urbana de la Gallaecia – predominantemente rural -, a medida que avanza el siglo IV se van estableciendo diversas sedes episcopales, donde el obispo irá progresivamente ocupando el liderazgo de la ciudad. Sirve de muestra el paso de la mención de un solo obispo en el concilio de Elvira (Decencio de León), a la relación de varios obispos de Gallaecia mencionados en las actas del primer concilio toledano del 400, donde se debate la cuestión priscilianista que algunos prelados galaicos, en algún momento, apoyan. Este hecho evidencia que la proliferación de sedes episcopales en el noroeste es consecuencia probable de la expansión priscilianista. Este movimiento religioso las funda en lugares secundarios, o nombra obispos en sedes ya existentes, que así adoptan la doctrina priscilianista, como, por ejemplo, Sinfosio y su hijo Dictinio en Astorga, y Paterno en Braga.
El término que mejor define o caracteriza la introducción y difusión del cristianismo en la Gallaecia (y en las tierras ourensanas) en este momento es lentitud. El arraigo en zonas como Astorga y León no es la situación generalizada en todo el noroeste. A lo largo del siglo IV, y siempre contando con la escasez documental y evitando las generalizaciones, tanto la progresiva ruralización de la sociedad y de la economía como el moderado crecimiento urbano permitirán, por una parte, una progresiva implantación del cristianismo en el ambiente campesino y, por otra, la constitución de alguna nueva sede episcopal en las ciudades, aunque nada comparable a lo que provocará el priscilianismo hacia finales de la centuria, como hemos indicado.
Bajo el reino de los suevos
Cuando en los inicios del siglo V el pueblo germánico de los suevos se asienta en las tierras y en la historia de la Gallaecia romana, hacía varios siglos que el proceso de romanización había favorecido la progresiva entrada del cristianismo. Durante los casi dos siglos que el primer reino medieval de Occidente se extiende por nuestras tierras (411-585), el cristianismo modulará de modo sustancial el ser y el vivir de las gentes que lo habitan, gracias a la labor evangelizadora emprendida durante el tiempo del reino suevo.
Unos de los mayores retos será hacer frente a la presencia del movimiento priscilianista tras la ejecución de Prisciliano y cinco de sus discípulos en Tréveris (385). Desde este momento, los grupos priscilianistas se desarrollan especialmente en el cuadrante noroccidental de la península, apoyados por un amplio sector del episcopado galaico. Fue una especie de “invasión”, tal como lo califica Hidacio en su Chronicon, de tal manera que se puede hablar de una situación potencialmente cismática entre una Iglesia mayoritariamente ortodoxa en Hispania y un reducto priscilianista en el noroeste peninsular. Con el concilio de Toledo (400), ya mencionado anteriormente, los priscilianistas pasaron a ser considerados heréticos y, como consecuencia, buena parte del episcopado galaico y de las élites cultas acaban aceptando la fórmula conciliadora del sínodo toledano para los que quisieran volver a la fe de la Iglesia.
Como resultado de esta conciliación, el priscilianismo se refugió en el ámbito rural, menos romanizado, y con el tiempo, ya bajo la dominación sueva, al verse aislado del resto de Hispania, acaba convirtiéndose en un movimiento religioso básicamente galaico que se va consolidando al quedar fuera de la legislación imperial y al amparo de los suevos. Las razones de su arraigo permanecen discutidas entre los historiadores: la escasa cristianización unida a la pervivencia de cultos indígenas; una disidencia religiosa que camufla una protesta de las clases inferiores; un conflicto entre el clero galaico, obediente a los suevos, y el hispanorromano, fiel a los visigodos, herederos del poder romano. Son opciones de explicación. En todo caso, la presencia priscilianista y sus apoyos debieron ser tan importantes (entre ellos un notable número de obispos), como para motivar la carta de Toribio de Astorga a Hidacio de Chaves y un desconocido Ceponio, en la que les reprocha cierta pasividad ante los herejes. El mismo papa León Magno invitará en una carta a Toribio de Astorga (Epístola 15) para que, junto con Hidacio, emprenda un concilio provincial en Gallaecia que responda con contundencia a los que ensombrecen la fe cristiana. No tenemos constancia acreditada de que llegase a celebrarse.
Pero la propia evolución del reino suevo – que se convierte al catolicismo (449), luego al arrianismo (468) y finalmente, de nuevo, al catolicismo (559) – redujo el priscilianismo al mundo rural y luego lo llevó a su lenta desaparición gracias a la labor evangelizadora de san Martín de Braga. La conquista visigoda y la unificación política y religiosa, comenzada por Leovigildo en torno al arrianismo (585) y culminada por Recaredo en torno al catolicismo, pondrán final a este movimiento religioso.
En el contexto de la crisis priscilianista y de la invasión de los suevos hay que mencionar figuras notables del cristianismo galaico como el presbítero bracarense Paulo Orosio, que abandona la Gallaecia cuando irrumpen en ella los pueblos bárbaros y se traslada al África romana (a. 411-413) para visitar a san Agustín en Hipona y plantearle sus inquietudes sobre doctrinas origenistas y priscilianistas. Desde allí va a Palestina, donde conoce a san Jerónimo y participa en los comienzos de la controversia pelagiana. Su principal obra es la historia universal cristiana más antigua, los siete libros de las Historiæ adversus paganos, que abarcan desde la creación del hombre hasta la historia de Roma en el 417 dC.
Destacable es también el ya mencionado Hidacio de Chaves. Nace a finales del siglo IV en la Lemica Civitate (cercanías de Xinzo de Limia – Ourense) y en el 427 es consagrado obispo de Aquae Flaviae, actual Chaves. Probablemente pertenecía a una familia cristiana de la aristocracia rural galaicorromana, lo cual le permite, siendo niño, realizar un interesante viaje a Oriente donde permanece unos tres años y conoce a importantes personajes del cristianismo antiguo como Juan de Jerusalén, Teófilo de Alejandría o al mismo san Jerónimo, que en estos momentos vive como monje en Belén los últimos años de su vida. Su labor episcopal se desarrolla en las circunstancias conflictivas que provoca la llegada de los suevos para la población galaicorromana. El mismo Hidacio interviene en un pacto con los suevos en el 433, mostrándonos el liderazgo singular de un obispo que gobierna a su comunidad y la representa ante el poder político, buscando el entendimiento y vías de conciliación. Como hombre de Iglesia se preocupa de las corrientes ideológicas que cuestionan la fe cristiana, especialmente del priscialinismo, en auge en las tierras de Gallaecia. Al final de sus días – en la vejez (extremus et vitae) – emprende la obra que le dará fama universal, el Chronicon, continuación de las obras históricas de Eusebio de Cesarea y de Jerónimo. Comienza con la llegada al trono imperial de Teodosio el Grande (379) y concluye relatando los saqueos que suevos y godos emprenden en Gallaecia y Lusitania (468).
Anterior a los mencionados, pero contemporánea a los acontecimientos de Prisciliano y sus discípulos, es la monja Egeria, que realizó una serie de peregrinaciones por Oriente Su patria, según Valerio del Bierzo, es el extremo de Occidente, al borde del océano, lo que parece referirse a la Gallaecia, tal como hoy se admite, prácticamente, de manera unánime. El viaje relatado en el Itinerarium Egeriae se prolonga desde la Pascua del 381 hasta el 384 y es una excepcional fuente de información sobre los santos lugares, la liturgia de Jerusalén y la organización eclesiástica y monástica.
Pero entre todos ellos destaca la figura excepcional del monje y obispo Martín de Dumio o de Braga (510/5-579/80). Natural de la Panonia romana (actual Hungría), promovió durante el siglo VI la recristianización de las tierras de la Gallaecia y del sincretismo religioso del pueblo suevo, caracterizado por una combinación de residuos del paganismo, de tendencias del rígido ascetismo priscilianista y de doctrinas arrianas.
El Dumiense, para hacer efectivo el trabajo evangelizador, participa y promueve una importante actividad conciliar. Los llamados I y II concilio de Braga, en el 561 y en el 572 respectivamente, supusieron la necesaria revitalización de la Iglesia sueva después de la crisis priscilianista. Martín de Dumio participó en el primero como abad y obispo de Dumio y ya como responsable de la sede bracarense en el segundo. Precisamente, a este II concilio bracarense asiste el primer obispo de la sede auriense cuyo nombre conocemos, Witimer o Witimiro, al que Martín de Braga dedicó un compendio de los tratados morales de Séneca titulado Sobre la ira. Su nombre no aparece todavía en el I concilio de Braga, pero es probable que estuviese presente un obispo ourensano, aunque no podemos identificarlo porque los nombres de los obispos presentes no van acompañados de las sedes que presidían.
Adelantar al siglo V, tal como plantea el P. Flórez en su España Sagrada, la posibilidad de un obispo en la sede auriense entre los dos que fueron consagrados en el convento lucense en el 433, Pastor y Siagrio, contra la voluntad de Agrestio, primer obispo conocido de Lugo, ya fuera por la posición antipriscilianista de los primeros, o por el temor de este último a perder jurisdicción episcopal, quizás requiera matización, pero no debería ser descartable categóricamente, a pesar de la ausencia de datos arqueológicos y documentales que lo avalen expresamente. La incipiente implantación del cristianismo en los inicios del siglo IV debio dar paso, tras la crisis priscilianista y gracias a la pronta presencia del fenómeno monástico, a una cierta estructura eclesial en las tierras ourensanas en la primera mitad del siglo V que, a lo largo del VI, se mostró consolidada, tal como muestra la presencia de Witimer en el 572 en Braga.
A través de la extraordinaria labor evangelizadora del Dumiense en la etapa final del reino suevo, el cristianismo prendió en el vivir y el sentir de nuestro pueblo, constituyendo así una de las raíces fundamentales que lo definen. Por lo tanto, las noticias más fidedignas nos sugieren que a mediados del siglo VI ya existe una presencia más o menos institucionalizada de la realidad cristiana y eclesial en el territorio de la diócesis ourensana que, unos años antes, se habría desgajado, según la tesis tradicional, de la sede de Astorga (Austurica Augusta), capital del convento asturicense que, junto con los de Lugo (Lucus Augusti) y Braga (Bracara Augusta), formaba la provincia hispana de la Gallaecia. La extensión de la sede ourensana debía ser bastante amplia, a tenor de lo que describe el Parroquial Suevo (Parochiale Suevum) o Divisio Theodomiri del siglo VI (572-589) que menciona once lugares. A este respecto, hay que considerar como probable otra interpretación histórica: el origen de la organización eclesial de la diócesis auriense pudo venir más bien desde el sur y a través de Braga.
El historiador franco san Gregorio de Tours (538-594) describe, en un piadoso y conocido relato, el encuentro casual de los dos grandes santos y obispos llamados Martín, distantes en el tiempo, pero que marcan desde sus inicios la vida eclesial ourensana: en el mismo día que las reliquias de san Martín de Tours (316/317-397) arriban a un puerto, hoy desconocido de la Gallaecia y curan milagrosamente al hijo de un rey suevo (Carriarico, o más probablemente Teodomiro), llega también un sacerdote llamado Martín, venido de las tierras lejanas de Oriente (Palestina), donde fuera ordenado presbítero, tras estar en Roma y en el reino franco. Gracias al patrocinio espiritual del santo obispo de Tours y a la extraordinaria labor evangelizadora del Dumiense en la Gallaecia sueva, la fe cristiana es parte esencial de la idiosincracia de las gentes de Ourense.
Orígenes del monacato en Ourense: la Ribeira Sacra
No se puede trazar una historia lineal de la difusión e implantación del monacato en la diócesis ourensana. Los documentos son escasos y dispersos en el tiempo y muchos de ellos perdidos. En cualquier caso, el ascetismo anacoreta y después cenobítico, que empieza a emerger y a organizarse en el Oriente cristiano desde mediados del siglo III, sigue en Hispania los ritmos de otras regiones de Occidente, donde el monacato comienza a ser notorio hacia finales del siglo IV. En Hispania, como en general en el resto del occidente cristiano, no se constatan formas radicales de ascetismo y no hay muestras de que el monacato sea una causa de desestabilización como sucede en la parte oriental del Imperio. El modelo del monje-obispo, la integración de ascetas en la jerarquía eclesiástica, su cercanía a la vida de los ciudadanos son rasgos que se vislumbran en Hispania. La ausencia de líderes monásticos y autores eclesiásticos de prestigio como Ambrosio de Milán, Agustín de Hipona o los Padres Capadocios impide que se nos hayan transmitido imágenes vívidas de un fenómeno que debió estar muy extendido en la Península en la Antigüedad Tardía.
Al remitirnos a los orígenes del monacato en nuestras tierras hispanas nos debemos conformar con los primeros testimonios históricos del siglo IV sobre el modo de vida de las vírgenes consagradas (concilios de Elvira, Zaragoza y el de Toledo ya en el 400) y sobre la crisis que provoca el rígido ascetismo del priscilianismo. Que el ascetismo es el precursor del monacato organizado parece estar fuera de toda duda. Pero si nos ceñimos al territorio de la actual Galicia, nos remitimos, además del movimiento priscilianista, a las figuras de Egeria (s. IV), ya mencionada, y a la conocida carta del monje itinerante Baquiario (inicios s. V) que alude a una comunidad estructurada jerárquicamente con un mínimo de normas que ordenan la vida colectiva. Habrá que esperar a la sexta centuria para encontar al personaje más interesante en relación con el monacato, san Martín de Dumio o de Braga, llamado así porque fundó el monasterio de Dumio y después fue obispo de la sede bracarense. No sabemos de ninguna otra fundación monástica suya, a pesar que san Isidoro de Sevilla le atribuye la fundación de varios. Tampoco consta que hubiese escrito reglas para los monasterios de su diócesis, aunque tradujo del griego al latín una colección de sentencias o máximas destinadas a perfeccionar la vida de los monjes (Sententiae Patrum Aegyptiorum).
El primer testimonio, en este caso epigráfico, de vida monástica podría ser la inscripción de San Pedro de Rocas (573), conservada actualmente en el Museo Arqueológico Provincial, aunque no hay certeza que sea fundacional, pero sería al menos el testimonio de un monasterio familiar, quizás bajo el influjo espiritual de san Martín de Braga, que muestra la transición de una vida anacoreta a la vida cenobítica.
Históricamente la vida anacoreta precede a la cenobítica en los monasterios, pero posiblemente nuestro monacato no siguió de manera tópica los mismos pasos que se dieron en su cuna oriental (Egipto y zona siro-palestinense), o sea, no hubo una relación causa-efecto entre anacoretismo y vida cenobítica galaica. Las primeras expresiones eremíticas en el noroeste peninsular – en el siglo VII con los bercianos san Fructuoso y san Valerio – son probablemente contemporáneas a las primeras fundaciones monásticas. La vivencia ascética de los eremitas fue en nuestras tierras practicada por gentes que ya conocieron o incluso seguían formando parte de la vida cenobítica.
Sin lugar a dudas el espacio geográfico que evoca esta rica realidad espiritual en nuestras tierras es la conocida Ribeira Sacra que, compartido con Lugo y bañado por el Sil y el Miño, en la diócesis de Ourense abarca las tierras de Caldelas, Montederramo, Parada del Sil, Maceda, Aguiar y la Peroja. Este nombre se menciona por primera vez en un diploma de Doña Teresa de Portugal, hija de Alfonso VI, datado el 21 de agosto de 1124, con el nombre de Rivoira Sacrata. Y con el respeto y admiración de quien pisa suelo “sacro”, enumeramos algunos con agradecimiento por el abono espiritual y ascético con que han enriquecido el humus de nuestra tierra, creando espacios de encuentro íntimo con Dios y de convivencia fraterna: San Juan de Camba (Caldelas), San Payo de la Abeleda (Caldelas), Santa Tecla de Abeleda (Caldelas), Santa Cristina de Ribas del Sil (Parada del Sil), Santa María de Montederramo, San Cosme de Montederramo, Santa María de Xunqueira de Espadanedo, San Pedro de Rocas (Esgos), San Esteban de Ribas del Sil (Nogueira de Ramuín), San Julián de Celaguantes (Peroja), Santa María de Beacán (Peroja), San Martín de Villarubín (Peroja).
Fuera de este espacio “sacro”, otras grandiosas expresiones monásticas benedictinas y cistercienses las hallamos en San Salvador de Celanova, fundado por San Rosendo, en Santa María la Real de Oseira y en Santa María de Xunqueira de Ambía. No están todos mencionados, pero este elenco basta para percibir la abundancia de monasterios que llevaron a cabo una extraordinaria labor evangelizadora en las tierras ourensanas.
De los concilios visigodos de Toledo a la reforma gregoriana
En el año 585 el rey visigodo Leovigildo conquista el reino suevo. En el 589 su hijo Recaredo, y con él todo el pueblo godo, se convierten a la fe católica, lográndose así la unidad politico-religiosa en el III concilio de Toledo. Se inicia una etapa de esplendor y de unidad nacional en la que destacan los concilios convocados por el rey en Toledo, capital del reino visigodo y sede metropolitana desde el 610. Son los tiempos de la llamada “Iglesia isidoriana” con figuras como San Leandro de Sevilla, San Isidoro de Sevilla, San Ildefonso de Toledo, San Fructuoso de Braga o del Bierzo, San Valerio del Bierzo, San Julián de Toledo.
A esta realidad no son ajenos los obispos de la sede auriense, que participan habitualmente en la asambleas conciliares que tienen lugar bajo el reino visigodo y en los que se trataban principalmente asuntos doctrinales y normas eclesiales, así como las pautas a las que debía ajustarse la marcha del Estado y la conducta de los monarcas. Se trata de los concilios de Toledo que van del año 589 (III) al 694 (XVII). Al importante III concilio de Toledo no pudo acudir, quizás por razones de edad, Lupato, que envía al archipresbítero Hildemiro, título eclesial que habla ya de una incipiente organización eclesial. En torno al 610 preside la sede auriense Teodoro, que acude a una asamblea toledana con intenciones más fiscales que religiosas presidida por el rey Gundemaro. Al VI concilio (638) acude David que anteriormente había enviado a su vicario Marcos al IV (633). En el VII (646) participa Godesteo y en el concilio VIII (653) está presente Sonna. Al III concilio de Braga (675) va Hilario o Ilarico, al que también encontraremos en el XIII de Toledo (683). Le sucede Fructuoso, que toma parte en los concilios toledanos XV (688) y XVI (693).
Sin noticias hasta la caída del reino visigodo ni durante la primera reconquista asturiana, parece cierto que en los primeros años de la conquista árabe (sobre el 716) la ciudad de Ourense fue arrasada, y la diócesis pasa a ser administrada desde Lugo. Tras largos años, la sede auriense es restaurada por Alfonso III de Asturias o el Magno (c. 852-910), que nombra obispo a su sobrino Sebastián, pastor de la diócesis hasta el 881. En estos años conflictivos se suceden varios prelados (Genserico, Sunna, Egilán, Esteban, Ansurio, Diego I, Fredulfo, Gonzalo, Diego II, Vimarano), hasta que, entorno al año 982, la ciudad de Ourense sufre una nueva destrucción a manos de los normandos. La Iglesia auriense estará un siglo sin prelado y encomendada de nuevo a los obispos de Lugo. El tiempo que discurre entre los siglos VIII y X son años en los que no se puede descartar una dura persecución para los fieles de esta Iglesia por parte de musulmanes y normandos. Por ello, cabe suponer que algunos cristianos habrían dado su vida por la fe. En este contexto pudo haber nacido la devoción a algunos santos venerados como mártires en nuestra tierra ourensana.
En los inicios del año 1071, la diócesis conoce una segunda restauración obrada por Sancho II, el cual nombra obispo a Ederonio, que estuvo al frente de la misma hasta el 1088. Este prelado reedificó o levantó ex novo la Iglesia de Santa María Madre (lápida fundacional del 1084) y participó en el concilio de Burgos (1081) que introdujo la reforma gregoriana (Gregorio VII, 1073-1085) en la Península.
Después de tres obispos de los que poco se sabe (Alfonso, Juan Alfonso y Pedro), cabe destacar al obispo Diego Velasco (1100-1132), que participa en diferentes concilios, en la estela de la reforma gregoriana, convocados por su amigo el obispo don Diego Gelmírez (1100-1140), primer arzobispo compostelano desde el 1120. Con Diego de Velasco se inicia la construcción del palacio episcopal (actual Museo Arqueológico de Ourense). Se le considera el verdadero forjador de la diócesis auriense, fijando las bases de su posterior trayectoria, ya en la órbita de la sede compostelana. Es, además, el momento en que comienza el señorío eclesial sobre la ciudad de Ourense por concesión de doña Teresa de Portugal en el año 1122, lo que ocasionará hasta el siglo XVI numerosos conflictos con el también recién creado concejo municipal.
Prof. Dr. Francisco José Prieto Fernández
SITUACIÓN GEOGRÁFICA ACTUAL
La Diócesis de Ourense, sufragánea de la de Compostela, está enclavada dentro de la provincia del mismo nombre.
Eclesiásticamente son sus límites, al norte la Archidiócesis de Santiago y la de Lugo, al sur la Archidiócesis de Braga y las diócesis de Vila Real y Braganza; al este Astorga y al oeste Tuy-Vigo y la Archidiócesis compostelana con lo que tiene de territorio en la provincia de Pontevedra.
Desde el 17 de octubre de 1954 sus límites se corresponden con los de la provincia en las partes que limitan con las provincias de Lugo, Pontevedra y Zamora al igual que con los límites fronterizos de Portugal.
En parte este pertenecen a la diócesis de Astorga íntegramente los partidos judiciales de O Barco de Valdeorras y Viana do Bolo (con la excepción del Ayuntamiento de la Mezquita y Gudiña). Del partido judicial de Puebla de Trives pertenecen a la Diócesis de Astorga los Ayuntamientos de Larouco, Manzaneda y Puebla de Trives y del Ayuntamiento de Chandrexa de Queixa, las parroquias de Chandrexa, Forcadas, Parada Seca, Parafita, Requeixo, Villar y Celeiros; siendo de la Diócesis de Ourense todo el resto de dicho partido de Puebla de Trives.
Tiene una superficie de 5.281 kms2 y una población que se acerca a los 290.000 habitantes casi en su totalidad católicos bautizados y posee 735 parroquias.