La celebración litúrgica se renueva y fortalece cuando se vive según lo que ella es.

Celebrar es vivir un acontecinmiento, como a nivel humano es el nacimiento de un niño, la fiesta del pueblo, la primera Comunión de un chaval. Celebrar supone entregarse del todo a lo que se celebra. Celebar implica hacer algo que no se mide por la utilidad, sino por el sentido u orientación. La Liturgia es in-útil (no utilizable para otra cosa que no sea ella) pero con profundo sentido: de gratuidad, de belleza, adorante, de acción de gracias y de alabanza.
Celebrar exige un grupo o comunidad. Celebrar implica hacer algo con sentido de gratuidad. La celebración implica las cualidades del juego: gratuidad, creatividad, alegría, sentido festivo, comunidad. La celebración litúrgica está toda ella polarizada en torno al misterio pascual: Cristo muerto y resucitado hecho presente en la celebración. La celebración litúrgica pone en el centro a Cristo, ofrecido al Padre en la comunión del Espíritu Santo y uniendo a la Iglesia. Durante el Sínodo tengamos esto en cuanta.

En la celebración litúrgica la primacía la tiene Dios. La Trinidad actúa en la celebración como protagonista. La Iglesia y cada fiel secundan lo que aquella hace.
La celebración en sus elementos fundamentales nos es dada: ritos iniciales, liturgia de la Palabra, liturgia de los signos sacramentales y ritos conclusivos. No es nuestra, ni podemos cambiarla en su realidad fundamental. Nosotros la recibimos y procuramos vivirla tal como la Iglesia nos la ofrece en los libros litúrgicos. La celebración recoge todo lo nuestro (sentimientos, actitudes, esperanzas y fallos) y unido a lo de Cristo, se orienta al Padre. La celebración implica: espacios, tiempo, personas y ritualidad (gestos, palabras, etc.). Todos estos elementos son imprescindibles para que el diálogo de amor entre Dios y los hombres pueda realizarse. La celebración se hace más solemne y significativa cuando utilizamos el canto y la música. Esto ayudará a vivir en actitud sinodal.

La celebración aparentemente es algo sólo humano, pero esconde un misterio. Es decir su núcleo es invisible y sólo puede asumirse por la fe. La persona y presencia del Padre, la presencia y actuación de Jesucristo y del Espíritu Santo, la gracia, la eficacia de la Palabra de Dios y de los signos sacramentales, los dones del Espíritu Santo, la condición escatológica de la celebración litúrgica, no se ven. Es preciso acogerlos y recibirlos por la fe. Los ojos humanos, los oídos corporales, el tacto humano y las narices no captan las realidades misteriosas de la celebración. Es preciso entrar por la fe en el misterio que se celebra. Ello pide silencio, atención, avivar la fe, pedir gracia y acoger con humildad lo que Dios desea darnos. En la celebración es preciso pasar de lo visible a lo que no se ve. Es preciso emplear los sentidos internos: los ojos del corazón, los oídos de la inteligencia, el olfato y el gusto del alma. Todo el que celebra la Liturgia debe entrar en el misterio para recibir lo que Dios le ofrece (mistagogía). Ayudará mucho a vivir las actitudes sinodales.

Entonces lo externo, visible y palpable (sentarse, levantarse, ponerse de rodillas, darse la paz, el pan, el vino, el aceite, la flores, etc.) ¿no tienen importancia en la celebración litúrgica? Sí, la tienen, pero como mediaciones, como instrumentos que deben orientarse a lo que significan o manifiestan: lo que es de Dios. Toda palabra, todo gesto, todo rito en la celebración, se ordena a mostrar (expresar) la presencia de la salvación, de la gracia, de Dios por Cristo, del Espíritu Santo. Si nos quedamos en lo externo, si no llegamos a lo escondido y misterioso (lo de Dios), nos quedamos en la “cáscara”, en lo secundario. En la celebración los “ritos y preces” deben conducirnos al encuentro salvador con Dios. Lo decisivo en la celebración es el diálogo de amor, el encuentro salvador, la comunión profunda entre Dios, en Cristo, y la comunidad de fe. Todo esto se puede aplicar en la vivencia del Sínodo.

Para hacer realidad lo que hemos indicado en estos meses, es preciso educar en la fe. Sabemos que “educar” es una palabra muy rica en contenido. Deriba del verbo “educere” que implica dos significados complementarios: formar e instruir y sacar de dentro a fuera. La educación supone formación y también hacer afluir de lo íntimo de la persona aquellos valores y cualidades que posee. Aplicado al campo de la fe supone formar en los contenidos de la fe que cree la Iglesia, de los que celebra, ora y practica. El fiel y la comunidad cristina deben ser instruidos y formarse en las verdades de fe, resumidas en el “Credo”, en las que celebramos en la Liturgia, en las que expresamos en la oración y las que practicamos en la vida moral. Por eso, el Catecismo de la Iglesia Catolica se divide en estas cuatro partes. En él encontramos la fe de la Iglesia, centrada en el Dios uno y trino y lo que Él nos pide creer, celebrar, orar y practicar. Para esto está la catequesis, la preparación a los sacramentos y la formación en los diversos campos de la fe cristiana. El objetivo es: prepararse lo mejor posible al encuentro con Cristo: en los sacramentos, en las celebraciones, en la oración individual y en la vida, vivida como espera del Señor. Es beneficioso para vivir el Sínodo.

La Liturgia es expresión culminante de la fe. Antes que la fe de la Iglesia fuera formulada en el “Credo”, la Iglesia la concentraba en las celebraciones litúrgias. El “Credo” o profesión de la fe tuvo su primer y propio espacio en la celebración del Bautismo. Fue en la Liturgia celebrada, donde se recogió primero la fe relativa al Bautismo y la Eucaristía. Fue mediante la sagrada Escritura y la Tradición viva de la Iglesia cómo la Liturgia se enriqueció para celebrar la fe de la Iglesia. La Liturgia de cada área geográfica tenía la preocupación de recoger la fe de toda la Iglesia, no la fe que accidentalmente se profesaba en su demarcación y alrededores. Precisamente las herejías surgían cuando una Iglesia rompía la comunión en la fe con la Iglesia universal. El Papa actuaba como garante de la fe única, universal o católica.
La Liturgia de las Iglesias en comunión con el Papa era testigo fehaciente de la fe de la Iglesia universal. En este contexto, ha de entenderse el famoso adagio: “La ley de lo que creemos la establece la ley de lo que celebramos”. Aplicado a la fe en general sería: “la fe que creemos tiene su norma en la fe que celebramos”. La fe que expresa la Liturgia es norma para la fe que profesamos en el “Credo”. Esta fe la profesamos de modo especial en el Sínodo diocesano.

La celebración litúrgica es medio y meta para llegar a la participación del misterio, por la acción, para la vida. El culmen de la Liturgia se realiza en la celebración, donde el misterio presente se encuentra con la comunidad celebrante. La celebración litúrgica es el medio y culmen en el que la acción salvadora de Dios se encuentra, con eficacia, con los miembros de la comunidad. La celebración, como acción sagrada por excelencia, hace posible y real la participación espiritual en el misterio. El misterio participado configura la vida de la comunidad. La Liturgia como acción, es el medio necesario para que los fieles accedan a la vida. En la acción litúrgica, por la participación fructuosa y plena de los fieles, se alcanza la vida: la de la Trinidad (divina) y la vida donada por la Trinidad, concretada en la gracia que recibimos de los sacramentos y sacramentales. Esto muestra la importancia de la participación litúrgica (con los adjetivos positivos) en orden a configurarse con Cristo, ofreciéndose al Padre en el Espíritu Santo. Esta participación hemos de potenciarla en el Sínodo diocesano.

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